martes, 17 de marzo de 2009

...personas del calibre de Thomas Jefferson, ahora debería haber 10 x 100= 1 000 Thomas Jefferson. ¿Dónde están?

Hoy, solo un extracto de uno de sus textos. Alguna vez, he hablado aqui, de Carl Sagan, otro, de mis favoritos, y nunca, de Thomas Jefferson, que es otro de mis referentes, desde que leí este texto de, Sagan, sobre Jefferson, y comencé a interesarme por todo lo relacionado con , él. Ante tanta mediocridad, en todos los sentidos, en la política y en los políticos, echamos de menos y deberian haber, más: " Thomas Jeffersons".

Wkiedia: "Carl Edward Sagan (9 de noviembre de 193420 de diciembre de 1996)[1] [2]astrónomo y divulgador científico de Estados Unidos. Fue pionero en campos como la exobiología y promotor del proyecto SETI (literalmente Búsqueda de inteligencia extraterrestre). Conocido por el gran público por la serie para la televisión de Cosmos: Un viaje personal, presentada por él mismo y escrita junto con su tercera y última esposa, la científica Ann Druyan (también estuvo casado con la prestigiosa bióloga Lynn Margulis). Fue titular de la cátedra de astronomía y ciencias del espacio de la Universidad Cornell en Estados Unidos.[3 Visionario de personalidad emblemática y de fuerte carisma, intentó toda su vida acercar la ciencia, mostrándola como una manera de pensar y descubrir el mundo: desde las partículas elementales constituyentes últimos de la materia a los organismos vivos, la comunidad de seres humanos y el Universo contemplado en toda su globalidad." Sigue...

"Thomas Jefferson"


fragmento de:

"El Mundo y sus demonios"

de, Carl Sagan


Thomas Jefferson era un científico. Así es como se definía él mismo. Cuando uno visita su casa en Monticello, Virginia, sólo atravesar el portal encuentra pruebas por doquier de su interés científico, no sólo en su inmensa y variada biblioteca, sino en las máquinas copiadoras, puertas automáticas, telescopios y otros instrumentos, algunos de ellos justo en el filo de la tecnología de principios del siglo XIX.

Algunos los inventó, otros los copió, otros los adquirió. Comparó las plantas y los animales de América y Europa, descubrió fósiles, utilizó el cálculo en el diseño de un nuevo arado. Dominó la física newtoniana. La naturaleza le destinaba, según decía él, a ser científico, pero no existía la oportunidad de dedicarse a la ciencia en la Virginia prerrevolucionaria.

Necesidades más apremiantes pasaron a primer plano. Se metió de lleno en los acontecimientos históricos que se sucedían a su alrededor. Una vez alcanzada la independencia, decía, las siguientes generaciones podrían dedicarse a la ciencia y el academicismo.

Jefferson fue uno de mis primeros héroes, no por sus intereses científicos (aunque le ayudaron mucho a moldear su filosofía política) sino porque él, casi más que nadie, fue responsable de la extensión de la democracia por todo el mundo.

La idea —asombrosa, radical y revolucionaria en la época (en muchos lugares del mundo todavía lo es)— es que ni los reyes, ni los curas, ni los alcaldes de grandes ciudades, ni los dictadores, ni una camarilla militar, ni una conspiración de facto de gente rica, sino la gente ordinaria, en trabajo conjunto, deben gobernar las naciones.

Jefferson no fue sólo un teórico importante de esta causa; estuvo involucrado en ella en el aspecto más práctico, ayudando a plasmar el gran experimento político americano que ha sido admirado y emulado en todo el mundo desde entonces.

Murió en Monticello el 4 de julio de 1826, exactamente
cincuenta años después del día que las colonias emitieron aquel documento sensacional, escrito por Jefferson, llamado Declaración de Independencia. Fue denunciado por conservadores de todo el mundo: la monarquía, la aristocracia y la religión avalada por el Estado... eso era lo que defendían entonces los conservadores.

En una carta compuesta unos días antes de su muerte, escribió que la «luz de la ciencia» había demostrado que «la masa de la humanidad no ha nacido con la silla de montar a la espalda», y que tampoco unos pocos privilegiados nacían «con botas y espuelas».

Había escrito en la Declaración de Independencia que todos debemos tener las mismas oportunidades, los mismos derechos «inalienables».
Y aunque la definición de «todos» en 1776 era vergonzosamente incompleta, el espíritu de la Declaración era lo bastante generoso como para que hoy en día el «todos» abarque mucho más.

Jefferson
era un estudioso de la historia, no sólo la historia acomodaticia y segura que alaba nuestra propia época, país o grupo étnico, sino la historia real de los humanos reales, nuestras debilidades además de nuestras fuerzas.

La historia le enseñó que los ricos y poderosos roban y oprimen si tienen la más mínima oportunidad. Describió los gobiernos de Europa, a los que pudo contemplar con sus propios ojos como embajador americano en Francia. Decía que bajo la pretensión de gobierno, habían dividido a sus naciones en dos clases: lobos y ovejas.

Jefferson enseñó que todo gobierno se degenera cuando se deja solos a los gobernantes, porque éstos —por el mero hecho de gobernar— hacen mal uso de la confianza pública. El pueblo en sí, decía, es la única fuente prudente de poder.

Pero le preocupaba que el pueblo —y el argumento se encuentra ya en Tucídides y Aristóteles— se dejase engañar fácilmente. Por eso defendía políticas de seguridad, de salvaguardia. Una era la separación constitucional de los poderes; de ese modo, varios grupos que defendieran sus propios intereses egoístas se equilibrarían unos a otros e impedirían que ninguno de ellos acabase con el país: las ramas ejecutiva, legislativa y judicial; la Cámara de Representantes y el Senado; los estados y el gobierno federal.

También subrayó, apasionada y repetidamente, que era esencial que el pueblo entendiera los riesgos y beneficios del gobierno, que se educara e implicara en el proceso político.

Sin él, decía, los lobos lo engullirían todo. Así lo expresó en Notas sobre Virginia, subrayando que es fácil para los poderosos y sin escrúpulos encontrar zonas de explotación vulnerables: En todo gobierno sobre la tierra hay algún rastro de debilidad humana, algún germen de corrupción y degeneración que la astucia descubrirá y la malicia abrirá, cultivará y mejorará de manera imperceptible.

Todo gobierno degenera cuando se confía sólo a los gobernantes del pueblo. El propio pueblo es por tanto el único depositario seguro. Y, para que tenga seguridad, debe cultivarse el pensamiento...

Jefferson tuvo poco que ver con la redacción final de la Constitución de Estados Unidos; cuando se estaba gestando, él ocupaba el cargo de embajador americano en Francia. Le satisfizo la lectura del documento, con dos reservas. Una deficiencia:
no se ponía límite al número de períodos que podía gobernar un presidente. Eso, temía Jefferson, propiciaba que un presidente se convirtiera en rey de facto, si no legalmente. La otra gran deficiencia era la ausencia de una declaración de derechos. El ciudadano —la persona media— no estaba bastante protegida, pensaba Jefferson, de los inevitables abusos de poder de los que lo ejercen.

Defendió la libertad de expresión, en parte para que se pudieran expresar incluso las opiniones más impopulares con el fin de poder ofrecer a consideración desviaciones de la sabiduría convencional. Personalmente era un hombre de lo más amistoso, poco dispuesto a criticar ni siquiera a sus enemigos más encarnizados.

En el vestíbulo de Monticello exhibía un busto de su archiadversario Alexander Hamilton. A pesar de todo, creía que el hábito del escepticismo era un requisito esencial para una ciudadanía responsable.

Argüía que el coste de la educación es trivial comparado con el coste de la ignorancia, de dejar el gobierno a los lobos. Creía que el país sólo está seguro cuando gobierna el pueblo.

Parte de la obligación del ciudadano es no dejarse intimidar ni resignarse al conformismo. Desearía que el juramento de ciudadanía que se toma a los inmigrantes, y la oración que los estudiantes recitan diariamente incluyera algo así como: «Prometo cuestionar todo lo que me digan mis líderes.»


Sería un equivalente real del argumento de Thomas Jefferson. «Prometo utilizar mis facultades críticas. Prometo desarrollar mi independencia de pensamiento. Prometo educarme para poder hacer mi propia valoración.»

También me gustaría que se jurase la lealtad a la Constitución y la Declaración de Derechos, como hace el presidente al jurar el cargo, en lugar de a la bandera y la nación.

Si pensamos en los fundadores de Estados Unidos —
Jefferson, Washington, Samuel y John Adams, Madison y Monroe, Benjamín Frankiin, Tom Paine y muchos otros—, nos encontramos con una lista de al menos diez y puede que incluso docenas de grandes líderes políticos.

Eran cultos. Siendo productos de la Ilustración europea, eran estudiosos de la historia. Conocían la falibilidad, debilidad y corrupción humanas. Hablaban el inglés con fluidez.

Escribían sus propios discursos. Eran realistas y prácticos y, al mismo tiempo, estaban motivados por altos principios.

No tenían que comprobar las encuestas para saber qué pensar aquella semana. Sabían qué pensar. Se sentían cómodos pensando a largo plazo, planificando incluso más allá de la siguiente elección.

Eran autosuficientes, no necesitaban una carrera de políticos ni formar grupos de presión para ganarse la vida.

Eran capaces de sacar lo mejor que había en nosotros. Les interesaba la ciencia y, al menos dos de ellos, la dominaban. Intentaron trazar un camino para Estados Unidos hasta un futuro lejano, no tanto estableciendo leyes como fijando los límites del tipo de leyes que se podían aprobar.

La Constitución y su Declaración de Derechos han resultado francamente buenas y, a pesar de la debilidad humana, han constituido una máquina capaz, casi siempre, de corregir su propia trayectoria.

En aquella época había sólo dos millones y medio de ciudadanos de Estados Unidos. Hoy somos unas cien veces más. Es decir, si entonces había diez personas del calibre de Thomas Jefferson, ahora debería haber 10 x 100= 1 000 Thomas Jefferson. ¿Dónde están?

... ... ...

Napoleón Bonaparte (apodado en su tiempo por: “El petit Cabró”).

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